I. 29 de agosto del 2008
La
má me llama por teléfono. Que va a venir a despedirme. No sé para qué y me imagino que imagina la película cursi donde la madre despide a su hijo a través de los cristales del aeropuerto, mientras éste toma el avión y le revolotea la mano en señal de saludo. Por ignorancia; de tan pobre, no sabe siquiera de cerca de lo que se trata un avión o un aeropuerto. Nadie en toda mi familia viajó jamás en avión. Ni los abuelos de la
má, que llegaron en barco para iniciar la dinastía de los J
uanes en Leones. La proliferación de tantos
Juanes. Al fin de cuentas, pudieron conservar aunque sea el nombre como una única propiedad y multiplicar la ganancia lingüística. Hasta que nací yo y les cagué el árbol genealógico y la riqueza de tanto Juan acumulado. Es rara la sensación. A veces, creo que abandono de a poco una parte de mí, que cuando suba al avión seré menos yo que antes y me da miedo. No, horror. Como si todo se abriera y ya no pudiera comprender si esto es o no real. Porque jamás pensé viajar en avión, ni siquiera en salir del país. ¿Iba a poder yo salir del país alguna vez? ¿De qué manera, un peón-jornalero de campo, puede salir del país, si no es desviándose de su rol de jornalero-peón de campo sumiso a la voluntad de su patrón? No puedo olvidar la escena en que a Julien de Sorel, el tío le rompe los libros por leer en lugar de ayudarlo en el aserradero. Eso debieron haber hecho. Pero no. Y no entiendo por qué, ni tampoco por qué me llamo Cristian y no Juan. Aunque de alguna manera siempre estuve afuera de todo: de mi familia, de mi clase social, de mi sexo, de mi obsesión: escribir literatura. Tal vez, como decía Lacan, el nombre me condene.