miércoles, 8 de octubre de 2008

NOCHES

No puedo dormir ya. Como antes. He recuperado la noche. Trabajo hasta las cuatro o tres y media de la mañana, mientras siento el sonido de los murciélagos que rasgan el moro. Llueve y, de golpe, un viento incontenible pasa entre él y el edificio. Se forman nubes de agua y de lluvia que parecen desviarse por los contornos de la montaña y que golpean los vidrios como espíritus de una casa embrujada. Es la noche. Y extraño hasta los grillos que del otro lado de la ventana, acompañaban mis sueños de cama de una plaza convertida en cama matrimonial. Extraño el cuerpo y el abrazo.
Y cuando ya termino con el primer trabajo de Piglia y todas esas cosas comienzan a percibirse juntas, me tiro en el sofá y empiezo a ver una película. Tormenta de hielo. Otra vez, las coincidencias, como si algo las cifrara. Son dos familias norteamericanas de un pueblito pequeño de la montaña. Y la historia de cada uno. Del chico que, cuando va en el tren, lee a Los 4 fantásticos y advierte que cuanto más poderes tienen, más se exponen sus familias y que, por lo tanto, ha comprendio que, cuanto más lejos, la familia se vuelve más presente o más comprensible. Ahora su hermana, que se enamora de uno de los chicos de la familia vecina; pero que tiene sexo con el hermanito más chico, porque es adolescente y es como si quisiera dejar algo en la vida de alguien. Lo desnuda en su habitación y se mete con él debajo de las cobijas; mientras él le dice que la ama y ella se ríe, perversamente, porque sabe que mandó al otro a una cita falsa para quedarse a solas con su hermano. Y ahora los padres. De hielo, lo más frío. El padre del chico del tren y de la chica perversa que se acuesta con la madre de la otra familia. Pero apenas insinúa que su esposa sospecha algo, la mujer lo deja solo en la cama del cuarto de huéspedes. Y entonces, una noche, la misma noche donde aquellas escenas de los demás personajes son, llegan con su esposa a una fiesta. Sorpresivamente, una mujer sonrisa los asalta con una panera en la puerta y les pide las llaves. No entienden; aunque ahora, sí. El juego de las llaves. La mujer, furiosa, comprende que su marido lo sabía todo el tiempo a eso y lo insulta. Pero no le va a dar el gusto. Lo obliga a quedarse y llega el momento de escoger las llaves. Entre los presentes está su vecina y el marido. Pero no le toca a él, sino a uno de los más jóvenes y fuertes. Y quiere levantarse y detenerla; pero de la borrachera se cae y tienen que asistirlo y dejarlo, tirado, en el baño. Ella queda sola en la sala, con el marido de su vecina -amante de su esposo. Y se miran y sacan la última llave y se meten al auto. Eyaculación precoz y ella que se siente sucia y se va a lavar, al lado de donde está el marido en el baño. Es la penúltima escena. El hermano que acude a la cita falsa de la chica perversa mira el hielo. Formaciones de cristal que penden, iridiscentes, de las hojas -acá, afuera, percibo los mismos ruidos de un agua que corre por los morros- y parecen telas de araña de figuras hermosas. El novelón sigue su marcha. La tragedia se acerca. Él, el chico que sólo lee moléculas en el mundo, tiene el destino cifrado en la obsesión. Un cable de alta tensión -valga el simbolismo bizarro- se corta e impacta sobre una baranda de metal en la cual está apoyado. Sabe que las moléculas y los átomos van a producir, en cadena, la transmisión eléctrica y cae, desplomado, en el suelo. La penúltima escena es él en brazos del amante de su madre. El hombre lo entrega al padre, con el cual se ha acostado su esposa, mientras ésta y su hija salen de la casa. Ahora, en la última escena, el hombre llora. Mientras su familia lo mira por el espejito retrovisor del auto. Pienso, inmediatamente, que los yanquees no pueden aguantar la culpa y que necesitan estas muertes trágicas para purgar -en el sentido aristótelico del término- no sólo su moralina social, sino, además, la poca tensión de una trama a lo culebrón latinoamericano que se les mete, cada vez más en la cultura.
Apago la tele y aspiro los sonidos de la lluvia y del morro. El oscuro me deja, tirado, sobre el sofá. Extraño demasiado mi companía.

No hay comentarios: