miércoles, 15 de octubre de 2008

ROBO

Copacabana no me gusta demasiado y me encanta al mismo tiempo. Es la síntesis perfecta de la cidade Maravilha: Paraíso infernal, para usar un lugar común. El Niño Campeche sabe que con tanta presencia militar en los alrededores y con sus uniformitos en la calle, el terreno queda demarcado como por una meada de perro: esto es el peligro seguro, nos dicen los militares enclavados estratégicamente cada una cuadra o cuadra y media. Sandra y Mariana me miran y no creen que mi percepción sea adecuada. Pero insisto. Copacabana no me gusta, me genera más inseguridad con la presencia de la seguridad militar empotrada estratégicamente. Y ellas dos se ríen o no, me dicen que así están más seguras de todos modos.
Lo único que me tranquiliza es el mar turquesa y las olas que se te vienen arriba como una avalancha de nieve inevitable, que te arrastra por la arena o con la arena, entre los pies, a la orilla. Nos comemos unos petiscos: camarones y pollo con batatas fritas y un helado y unas cervejas. Hablamos de Incardona y de Casas. No nos convence Casas. A Sandra, tampoco Incardona; pero yo no lo leí todavía y no opino o digo, así, abiertamente, en una suerte de pecado intelectual, que no lo hice, sin ningún problema. Me importa un bledo no leer a uno más de los que no voy a poder leer. El sol quema. Estoy colorado y la cerveja se aglutina en la cabeza y adormece. Nos volvemos a la praia. Pedimos y clavamos la sombrilla y las cadeiras. Mariana y Sandra de espaldas al mar y yo de frente a ellas. Para que no me de el sol, porque la cerveja y el hipotiroidismo me van a matar con tanta irradiación. Y veo que se duermen y empiezo a sentir una somnolencia leve. Acurruco más acá los bolsos, míos y de Mariana, por las dudas. Les pongo las manos encima. No hay nadie en los alrededores. Salvo familias y vendedores. Cierro los ojos un minuto. Pierdo la mirada en el turquesa iridiscente. Sandra, dormida, Mariana, también y yo entredormido. Ahora la imagen repetitiva. Cierro los ojos de nuevo, pesados. Y siento que una de las dos se levanta y se acomoda el pareo. Miro los bolsos. En orden. Vuelvo a poner la mano encima. Caigo en la oscuridad otra vez. Sueño, mucho. Y Mariana que se pone de pie y saca su tela amarilla y se envuelve. No puedo mantener los ojos. Abre el bolso. Abiertos. Y lo deja ahí, junto a la mochila. La agarro fuerte entre mis manos. Me duermo. Y ahora, de golpe, no puedo mantenerme despierto y me despierto, porque el bolso de Mariana ya no está, ahí, a mi lado. Me desespero. Me levanto y miro en todas las direcciones. Las llamo; se despiertan y no, imposible de creer. No está el bolso. Mariana se toma la cabeza. Tres horas antes decíamos que Rio no era tan inseguro. Y ahora, la realidad, escribe su propia novela de enredos y nos hace ver nuestra propia falacia. Mariana corre, porque una mujer le dice algo de un homen. No la puedo entender o no quiero. El bolso tiene que estar ahí. Sandra se levanta y mira el suyo que había dejado colgado en la sombrilla, a metros. Y está, inevitablemente, está colgado y se burla más de los tres. Me siento un idiota. Que unos hombres pasaron y jugaron ahí, al costado y se llevaron el bolso. Le dicen a Sandra. Mariana, no sé. Ahí viene. Que se fue a correr a ver si los veía. Pero no. Nos vamos, le digo, a denunciar la tarjeta de débito, ya. No sé qué hacer, dice. Eso, le digo. Ya. Y llegamos cerca del Hotel, en Arpoador. Mariana dice que a lo mejor tiraron la cartera por ahí. Vuelvo. Busco. Por la playa, en los tachos de basura. Miro a la mujer que nos alquiló sombrillaas y cadeiras y la ceo levantar todo. Irse. En la arena, nada. O sí, bolsos tirados de gente que juega al fútbol o a darse chapuzones en el mar, a metros de ellos. Y a nosostros, nos lo sacaron de al lado. más imbécil todavía. En el hotel, cuando llego, en la habitación de Sandra, Mariana habla por teléfono, desesperada, con alguien. Y corta y me comenta que vamos al departamento, que estaban las llaves y la dirección escrita. No van a ir, acoto. Vamos, me responde. Estoy aterrorizada. Si van, me muero. Salimos. Un taxi en la puerta. Adentro, la abrazo, porque rompe en llantos, mientras, la cidade maravilhosa se mueve, vertiginosa, allá afuera de las ventanillas que no podemos abrir por la traba automática del taxi. Calles y más, infinitas y el tráfegu que nos enlentece como tortugas. No hay forma de avanzar. Si nos sacan todo. No va a pasar; es una calle chiquita, desconocida. Ni el taxista la conoce y lo tenemos que guiar. Llora. Yo soy el idiota. Sin comprender. Nada. Quince reales, el taxi. LLegamos. Bajo. Subo el ascensor y corro por la galería. La alfombra corrida de lugar. Nidia vino a limpiar esta tarde. Es eso, pienso. Y efectivamente, abro la puerta y todo en su lugar. Respiro, profundo y ella también. Aunque la mirada con necesidad de huir es notoria.

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