viernes, 31 de octubre de 2008

Y DE NUEVO, EL PAN DE AZÚCAR

No podía más. Les juro. El dolor en los ojos, la presión por terminar este trabajo sobre Cucurto que me distorsiona y contractura el cuerpo. Todo. Fui a comer al Bar da URCA, donde la otra vez, con Fabián, pegamos el Bombón chocolate que nunca más vi. Esta vez menos. Así que me fui a la panadería y compré una torta. Mariana venía en camino. La iba a acompañar al Pao de azúcar. En realidad, estaba entre ir y no ir, porque quería terminar con el trabajo de una vez para que me dejara de doler el cuerpo. Pero no. Decidí ir. No me daban más las neuronas. Fundidas. Y subí el bondinho. Otra vez un par de locas al costado. En pose de gatos y tirando unas fotos con un turista que se parecía al abuelito incestuoso de la tele que encerró a su hija y nietos en un sótano para someterlos a la esclavitud sexual. Idéntico. Sólo que él había contratado a dos negras en una agencia de acompañantes. Dos, de labios gruesos y pinturas y colores. Ahora, allá abajo, la Floresta impresiona mucho más que de costumbre. Hay algo diferente; como si la primavera que avanza en el morro, llenara y brotara en matices de verdes y flores que parecen trepar o alargarse hasta a nosotros. Y allá, el mar, turquesa, con sus islas de blancos, negros y marrones. Y las burbujas sobre las costa con sus turbulencias que forman y deforman hilos blancos sobre el celeste. Ya casi me quedo sin habla. La inmensidad lo empieza a llenar todo, a atravesarme, acá, suspendido en el diamante de cristal que cruza el espacio pendiendo de un cable. Y si se corta no tiene importancia, porque voy agarrado, de nuevo, bien fuerte, a la baranda de plástico y al caño de metal. Los demás, se joden por no tomar las precauciones. Aunque el Niño Campeche piensa que, de suceder una tragedia, extendería su mano y sujetaría con fuerza a algunos. Al menos, a Mariana. Con la cual, en este momento, no pueden creer la ciudad y la naturaleza y los morros que se le meten en las pestañas. Ni menos, lo que una turista dicen que dejó escrito en 1960, acá, en el auditorio del Morro da Urca: que fue ahí para suicidarse; pero que perdió el valor de hacerlo ante tanta belleza y se dio cuenta de que valía la pena seguir. Hoy estaba triste, cansado. El Pao de azúcar se llevó todo. Incluso cuando cruzamos desde el morro de urca al verdadero Pao de azúcar. O cuando, allá arriba, entre los caminitos con piedras y mesitas de cemento, una banda de monos nos encuentra, por debajo de los aguiluchos que se amontonan en las copas de la floresta, para deborárselos. Son micos, supongo. Y nos hacen gestos de asombro y detienen la marcha para observarnos, desde su punto de vista diminuto, sacarles fotos o también, nuestra mirada de asombro. Y ya cae la tarde y no hay rastros de dolor en el cuerpo y cruzo hacia abajo. De regreso. Mariana se queda allá, hasta que las luces oscurezcan la visión con su proliferación exacerbada y Rio le de la despedida iluminado. Es increíble. Adelante, llueve y, si te das vuelta, nada. Y si mirás arriba, la piel se te vuelve gallina y el corazón a mil. Un arco iris te cruza, mientras vos lo cruzás y te das cuenta de que encierra y te encierra en un semicírculo perfecto de colores, con el Pan de azúcar en el medio. El Niño campeche sasi llora.

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