sábado, 8 de noviembre de 2008

CAFÉ COLOMBO

El Niño está tan cargado y agotado de caminar, que no doy más del hambre. Regreso a Uruguaiana y cuando estoy en ella, agarro rumbo a Cinelandia. Los edificios sobrevuelan la visión altos, altísimos y cuadriculados. Meto todo en la mochila. Para que no vean tantas bolsas. Nunca llevé tanto peso en una mochila de explorador obeso adelgazado, insisto. Lojas de sucos por todos lados. Pero no quiero un salgado. Quiero comer algo relativamente sano. Y nada de esa mierda de arroz que ya me tiene podrido. Con todas sus calorías al pedo. Me acuerdo del Café Colombo que no conozco. Pero no lo veo en ningún lado. Ahí, al barrendero, el Niño va y le pregunta. Disculpe a onde está o café Colombo? Você tem que ir por aquela rua y na frente, , é o Colombo. Muito brigado. Naaadda. Y voy por una rua de piedritas brancas. La demencia del hambre me ataca. Está todo feichado. No debe haber ni el loro. Pero no. Ahí, entre una callecita más, está el Colombo. Imponente. Un interior de espejos gigantes enmarcados con madera en motivos ¿barrocos? No estoy seguro. Pero sí de los cerámicos portugueses de las paredes. Impresionante. Tanto lujo imperial concentrado. Y los garcones con camisitas naranjas y la recepcionista. Pero debe costar un ojo de la cara comer acá. Así que doy uma olhada ás sobremesas y salgo, depois vou voltar. Vuelvo en dirección a Uruguaiana. Me frena dos desesperados garcones con cardapios da cores na rua. Veo ensaladas y paso. Adentro ya estoy y la salada crocante es lo más. Abro la primera página de 29,99 reais, de Beigbeder y dice que ese libro lo escribe para que lo despidan y pueda cobrar la indemnización. Lloro. Por fin la literatura vuelve a servir para algo y a interferir en la realidad. A Beigbeder lo echaron de su agencia publicitaria cuando sacó el libro. Eso lo supe por una nota en Internet. Nada más eficaz que la literatura para intervenir en el mundo. Su poder sigue siendo, en plena sociedad de consumo, el del mayor recurso que tiene el hombre para actuar y hacer dinero, o cobrar la indemnización, obvio -y digo esto para ser polémico y que vos te enojes. Salgo y vuelvo al Colombo. Sigo leyendo. Los espejos desfiguran mi sonrisa y mis lágrimas en cada palabra que avanzo. No puedo parar. Y el garcon me trae un Capuccino colombo y una fatia de torta Bombón (lástima que no es el bombón chocolate).
Lo dulce se mete en la lengua, mientras varias parejitas gays se sacan fotos abrazados entre los cristales y las mesas de mármol, con sus remeritas rosas -que, lo digo, me compré en uruguaiana yo también; lo peor es quedar afuera de los estereotipos de la moda, a veces. La lengua se endulza y habla y lee en portugués. La sensación no puede ser más intensa. Creo que soy, banal y frívolamente, feliz -sobre todo, porque no compré una bermuda estampada con la Rosiña porque ya me parecía demasiado ya y, además, creo que no comprarla sería para muchos un gesto verdadera e intensamente político. No para mí. No la compro porque no quiero llevar más pobreza en el cuerpo.

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