lunes, 3 de noviembre de 2008

SAMBA

Es sábado. Y el Niño Campeche decide sumarse a la Banda de las Locas (o sea: Mariana, Denisse y La Nivo). Está podrido de tanto leer y estuvo con Cucurto todo el día y acá encima no hay cumbia, que si no... Pero bueno. Prefiere sumarse a la Banda de las Locas y sale con una de ellas a pegar el onibus. El 107 viene y suben y bajan, en una ráfaga -o eso cree: porque el cerebro le ha quedado tan achicharrado que ya no percibe- en Botafogo. Y no hay forma, che. Parece que Denisse se foi embora y no está en el departamento. El señor de Los conmutadores nos dice que nadie atiende el portero. Y ya se ve, alicaído, voltando pra Urca, y otra vez frente a la pantallita. O a los libros. De ninguna manera. Voy, se los juro, voy y me como todas las tortas en el bar de la esquina y habré hecho la peor maldad al comunismo, consumiéndome capitalistamente todos los postres hasta acumularlos en mis estómago. Es que la ansiedad, desde que se acerca la hora, me atacó de golpe y me obliga a comerme hasta el aire. Lo extraño es que no engordo, sino que bajo. Dicen que por los nervios. No sé. Sólo ceo que ahora el Niño y una de las locas sube con El Señor de los conmutadores -parecido a Larguirucho, por cierto; y hasta se ríe como él- por el ascensor. Cuando llegamos al primer piso, el piyamas de la cara de La Nivo sale de la porta y se caga de risa. Otra Loca. Sí, literalmente, si ustedes quieren la escena más grotesca. Porque se quedaron dormidas, dicen: perdón, falam; en portugués no se usa el verbo decir en estos casos. Y nos abren la puerta y entro a un departamento que quisiera tener y no tengo -ni tendrá, dada su condición de Campeche. Denisse se maquilla el sueño y la almohada se le cae por las costillas y La Nivo sonríe y sonríe, hasta hacerme dudar si no le va a dar un ataque o no le va a faltar el aire. Pero no. Y después de que Denisse agarra La Puta Vieja -una carterita roja setentosa- salimos. Nos pegamos un onibus. Y ahí vamos, por el costado del mar y entre los edificios. Ahora, una venida ancha que se parte en dos la noche. Y las miradas fugadas por las ventanillas. A toda marcha. Hasta que llegamos a la Praca Mauá. Y unos lugares de puertas abiertas e interiores intensos se venden en la vereda. Es la única luz de los alrededores derruidos, pasados por una especie de guerra que no termina, porque nunca comenzó, sino que está latente. Y el silencio profundo de una noche de callejón. Entramos a uno -ya no recuerdo el nombre. Porque todo es imagen. Un techo altísimo de maderas con arañas enormes de madera, coloniales, por cierto. Y las paredes y los pizos con cerámicos portugueses diseminados que rompen y cuadriculan la vista y el cuerpo y te pierden, así como así, sin que te des cuenta, en la intensidad de una música que vibra y nace de las paredes. Al final, unas escaleras que se multiplican en escaleras, como si ascendieran en una montaña o en una favela en la montaña a tarvés de plataformas o mesetas. Lleno de gente. Y de colores. Es la samba, que ya empieza a temblar, en la lengua, en los pies, en los ojos. No hay lugar y subimos al final de la montaña-taberna. Un paticito abierto -parecido a la ex Samoa disco de Leones- lleno de helechos y atapialado. Un morocho nos atiende y le sonríe a una de Las locas. El Niño Campeche lo caza al vuelo. Sabe de esos códigos de miradas lascivas. Pura libido derrochada en el aire. Y se ríe, mientras el mozo pasa por el frente y, ahora más descarado, le larga una sonrisita a la misma Loca. Y ellas se cagan de risa. Y él también. Peor: lo hace a propósito. Le pide carne. Y al rato, uma batida de coco. Y al rato, un Cuba libre. Y ya la tensión entre Las Locas y el muchacho se agranda. Así que bajan y la samba los somete a una rotura de vasos que se deploman y desintegran en el piso y a los cuerpos y a una especie de Marixa Bali de 65 años que tiene cara de pescadito -como todas las que se cirugían- y que le guiña el ojo a hombre que pasa o se le cuelga al mozo, con su vestido amarillo y sus plataformas de veinte centímetros y casi lo tumba. Los cuerpos no paran, ¿por que lo va a hacer Marixa, con sus caderas intermitentes? La samba, menos. Y siguen las cervezas y los drinks y una torta que quieren comer; pero que no. Y el chico gay que cumple los años y trajo a todas sus amigas -varones y mujeres- a la fiesta. La mezcla es absoluta. No hay posibilidad de cliché; todo termina sometido a la perversión de la diferencia y él baila, baila, baila -como Mercedes Gomez-, hasta ser casi feliz en su borrachera-porque le falta alguien.

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