viernes, 12 de septiembre de 2008

Dos cosas, la misma cosa

Salgo, como puedo, a las siete de la mañana para el aeropuerto internacional a buscar a Fabián. Casi no duermo en toda la noche. No sé cómo llegar, ni dónde tomar el onibus real; ni sé cuáles dos onibus reales pegar. Pero me subo al Metró. Salgo del barrio militar y me meto en Botafogo, por debajo de la favela. Camino pela praia. Veo el onibus y subo. El corazón a mil. le pregunto al motorista si voce vai pra o aeroporto internacionau. Vou, me dice. Pero el corazón, igual, a mil. Se los juro, parece que va a explotar. Tengo ansiedad y angustia. Un niño campeche no puede tolerar la dimensión del laberinto, el no saber dónde ir, el no poder trazar mentalmente el mapa y quedar a disposición del desplazamiento del motorista, del donde sea. No. Un niño campeche no lo tolera. Siente que la vena va a explotar. Toma el mapa del bolsillo de la mochila y trata de recomponer el recorrido del onibus real, tomando como referencias algunas calles, algunos puntos importantes. Y entonces, de golpe, la vista deja el centro de la ciudad y todo es favela. Se da cuenta de lo que había del otro lado de los morros, cuando corría por URCA. Que eso que se veía por encima de los barrios más seguros y conchetos del centro, no era más que un derrame del espacio que se abría del otro lado. De la gran favela que es Río. Las casitas unas arribas de otras. Hay crímenes ahí, en ese lugar, se matan por celos, sí, crímenes pasionales, o porque sí, porque les agarra bronca y se matan, me decía Silvia. Sé de lo que me hablaba. Pero el niño campeche lo sabe más y no puede contener en la vista tanto, tanto, tanta pobreza, crimen, dolor de una parte oculta tras los morros. Y entonces, es el cliché, no aguanta más y de bronca y angustia y resentimiento, todo junto, se larga a llorar. Atrás de todo, para que nadie lo vea. Pero llora, de verdad.

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