jueves, 25 de septiembre de 2008

J Club o cómo Silvia nos consiguió más entradas

El Niño campeche olvida, a drede, estas cosas. De sólo pensar que tiene que entrar a un lugar con florcitas perfectísimas y pitucas en las mesas, de manteles blancos, con un escenario en el fondo, después de atravesar corredores bizarramente opulentos y recargados de detalles, hasta el asco barroco y aristocrático; luego de que le dicen que Silvia nos consigue entradas para ir al J Club, olvida la etiqueta y olvida las características del lugar y de decirle a Fabián que no es un lugar cualquiera y van los dos de zapatillas y una remera comprada en calle San Luis. Fabián encoge los pies debajo de la mesa y se oculta tras el florero. Mariana me responsabiliza cien por ciento por no mencionar el detalle y yo, ante tanto, tanto glamour; perdón, el Niño campeche siente ganas de saltar sobre las mesas y romper a mordizcones las flores, el mantelito, los tapizados de los sillones. Pero se acuerda de Silvia y su hermosa sorpresa y se contiene. Agarra la tarjetita vip que le dieron en la entrada (imagínense él, el Niño campeche, con una tarjetita Vip en un salón o conjunto de salones aristocráticos -el contraste, la deformación especular del personaje y el escenario en opuestas realidades) y con ella en su mano pide una cerveja, Terethopolis. El mozo le dice que tiene que pedir dos por lo menos y se miran con Mariana y asienten resignados y piden dos, mientras Fabián mira abstracto porque no entiende un carajo. Entonces, después de que el mozo se va y por vergüenza se ve en la obligación moral de pedir más y sugiere unas Batatas prussianas. Los otros dos asienten. El mozo vuelve y ahí se da cuenta de que toma nota en UNA PALM, donde anota el código de barra de su tarjetita VIP. Increíble el derroche, la exageración de la eficiencia. Se acuerda de sus bares preferidos: La bella napoli, la Sede, Beatrice y nao acredita isto, nao. Nao da certo. Pero sí, el mozo toma nota en una palm y luego vuelve otro, que trae las batatas, diminutas batatas en un bols cóncavo de porcelana por unos 15 reales. Y empieza la música. Es el jueves de Sururú. Dos chicos blancos y negros y dos chicas blancas y negras respectivamente; el equilibrio de mercado perfecto, el producto vendible más lindo. Cantan. Son lo más. Sambas armónicas y eléctricas y aullidos selváticos brasileros y voces potentes y coordinadas perfectamente. Sururu me lo llevo en la cabeza, Cucurto diría en el corazón; pero yo no soy él y me los llevo en la cabeza, bien metidos en la memoria, saboreados, percutidos. Sus voces enredadas y coordinadas, y música instrumental al cuadrado de las percepciones.






Al otro día, el Niño Campeche tiene que volver al J Club, porque Silvia nos vuelve a conseguir entradas de graca (sin ella, el niño campeche sería nada y quedaría reducido a su condición campeche; ella le posibilita o lo obliga a dar el salto por el cual el personaje muta, cambia la trama de los acontecimientos. Esta vez, presionado, se pone zapatos y una remera de shopping y un pantalón de vestir. Fabián, camisa y zapatos y un jean de shopping. Siente que esa ropa le saca alergia en la piel, le corroe los pelos negros y gruesos, se los quema. Pero lo soporta. Por los otros dos que le pidieron encarecidamente la noche anterior que se ubicara y que terminara con su parloteo clasista porque cansaba. El Niño campeche, dada su condición de cuasi esclavo, agacha las orejas y cumple lo que sus patrones le solicitan y aguanta la tortura de la ropita cheta. Esta noche cantan Joyce e Zé Renato. Como siempre, casi no los dejan entrar, porque no tenían reservas; pero la productora amiga de Silvia, nos cede su lugar y nos invita a compartirlo. Y se carga las tres gaseosas y una comidita en su tarjeta. El Niño campeche siente vergüenza; pero como siempre acepta pasivamente lo que hagan de él; si no, no sería campeche. Joyce e Zé Renato tienen eso de la Bossa nova brasilera, la combinación exacta entre demasiado "buen gusto" y armónica música de salón. Los acordes, las ejecuciones, la respuesta vibrante y enloquecida del público -las mujeres se sacuden como macacos en celo y no paran en toda la noche- son más que otimas, rozan la perfección y, por eso, el Niño campeche prefiere a Sururu que, por otro lado, le suena a un pescado Surubí y más acorde a su realidad y amaría volver a escucharlos. Porque los tiene en su cabeza. En un momento, mira a Fabián y lo ve completamente dormido, luchando con las cabeceadas al aire. El Niño campeche se desespera porque, disfrazado de chetito, no le puede pegar una patada por debajo de la mesa (y si la productora o el hermano de Silvia que acaba de llegar, lo ven, qué va a pasar; qué vergüenza). Entonces, Fabián se acerca a él y le pide ir al baño. Qué alivio, se va a lavar la cara a ver si se despierta un poco. A mí me gustan Joyce y Zé; pero son tan perfectos y sin riesgos que aburren. Demasiada técnica, poco carisma, aunque el público enloquezca. Qué sé yo, el Niño no es brasilero y capaz que está absolutamente equivocado y fuera de lugar. Pero prefiere a Sururu.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola, como hace mucho que no te encuentro en el msn, te dejo los videos del desfile de carrozas: http://es.youtube.com/profile_videos?user=Xtarbuck125

Nos vemos
Besos

Anónimo dijo...

Ey, niño campeche, averiguá dónde tocan choro... Esa es la primer música urbana original, bien mestiza (ritmo de vals, base africana y bien virtuosa y popular) En serio, en Venezuela vi un documental que se llama Brasileirinho sobre Choro y juré que cuando volviese a Río iba a buscar en vivo. ¡El choro me voló los pelos! Aparte creo que tu amigo Chico Buarque tiene un par de choros compuestos.
Siga la aventura musical, che. Saludos a Fabián
PD: Cada vez que vayamos un martes a la Sede te voy a imaginar en el Club J.